Para entrar en la casa hizo falta hasta de una mascarilla. El olor a muerto era insoportable, hasta para mí que estaba acostumbrada.
La presencia de los bomberos no fue verdaderamente inevitable, pero la burocracia es la burocracia. Derribaron éstos la puerta a hachazos, una puerta blanca cincelada a mano por un ebanista “famoso” del pueblo.
Tuvimos que apartar a algunos vecinos curiosos que intentaban penetrar antes que nosotros, la guardia civil, responsable de esta zona rural perdida de la mano de Dios. Exclamaban un entristecido y hasta podría que decir que trágico: “Pobre Casimira”. Esta solía quedar sola algún fin de semana en la casa, retornando siempre los lunes a Gijón, con una nieta que iba a recogerla y llevarla.
¡Pobre Casimira! ¡Pobre Casimira que se murió ¡La casa aún huele a ella! Comentaba una de las vecinas que invadieron la casa. ¡Su perfume aún permanece aquí!, me explicaba la vecina de enfrente. Yo seguía oliendo a muerto ¡Más que muerto, diría yo!
Subimos escaleras arriba. Bajamos escaleras abajo, y no encontramos a la pobre víctima. Buscamos y rebuscamos por toda la casa pero todo estaba recogido y en su sitio: Luz apagada, agua cortada, y ningún rastro que llamase la atención; sólo el hedor que se hacía cada vez más intenso.
Las moscas muertas dibujaban un rastro como una alfombra escénica y vanguardista sobre el suelo de la cocina. Parecía un entierro con suicidio colectivo de insectos pero no de una pobre mortal Casimira.
Después de tanto recorrido y abrir ventanas para que se evaporase el hedor encontramos a la víctima. Una víctima no, siete. Siete sardinas en el congelador desenchufado y abierto.
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